lunes, 7 de enero de 2013

Crujir de corazones.


De fondo. A lo lejos se oye el crujir del corazón que habita dentro de mi pecho. A ratos palpita y nunca se queda parado, por ahora. 

Hoy. 

Esta mañana se me ha quedado mudo. Sin habla. Inerte… Para mí, desconocida esa sensación de incitarle a que se quede parado. 

Don de palabra.



Tiene el don de acariciar las palabras mientras desnuda el pensamiento. Se toca. Se excita. Se masturba y entre los muslos de la poesía escupe sus semillas. Le gusta. Le pone. Es un loco y un demente. Un tipo singular, algo raro. María Soledad siempre su única compañera. Nunca sus manos en plural. Entró en las palabras muy joven. Cerca del prescolar. En la adolescencia un buen chaval, haciendo sus “pinitos” delante del micro. Ninguna de las cabezas allí presentes le entendían, todas sus bocas reían. Fue madurando con música de cuero y pelo largo, entre libros que nadie leía. Libros descatalogados, fuera de las estanterías. Siempre detrás de la palabra. A veces intentaba camelarla pero siempre se encontraba un punto y final. Con los años se fue dando cuenta que todos los estados de ánimo y etapas de la vida se sanaban cuando iba detrás de ella. Intentando enamorarla. Palabra que nunca pide nada a cambio y deja por un rato liberar la mente. Le hace el amor a lapicero y a pluma. Acabará corriéndose entre versos y frases sueltas. A su libre albedrío, en su pensamiento desnudo a cal y canto, mirando fijamente al papel. Ojos en blanco y carita de cordero degollado. Tiene ese don de acariciar la palabra. 

Desde muy pequeño supo que medio mundo se reía de él. 

Ahora que es viejo, es él quien se ríe del mundo entero. 

No es de sabios.



Voy en busca del material con el que se hace la ilusión. Tras el rastro del sueño jamás imaginado. Cerca del sendero con piedras y acantilados. Apartado de la suerte del día a día. Cuesta abajo y sin frenos. El camino acorde a la moral que me ausenta. Busco el sol en la oscuridad de la noche. Nada más que lo mismo pero al revés. A la par de las nubes y el horizonte. 

Dejándome llevar. 

No sé muy bien a dónde. 

Me hago una idea mirando el paisaje algo muy negro. Una tormenta, un chaparrón, algo de “sirimiri” y un anticiclón bajo el mismo cielo. Todas a una y una para todas. Al fondo en el horizonte se le oye gritar al porvenir y me amenaza diciendo que el sol nunca llegará.

Sé que mañana será otro día. 

Jodido y madrugador despertador.


Salgo muy temprano a saludar la noche. Gajes del oficio. Con legañas en los ojos tropiezo con todas las baldosas del camino hacia el frio, el hielo. Hacia las escamas frescas, al suelo resbaladizo y pésimamente encerado. Camino a las cajas de madera mal apuntaladas, al poliespan pintado y enumerado. Camino a los dolores de espalda, brazos y muñecas. A las cicatrices en los dedos, a las carreras al baño por el buen café de maquina y al mítico calendario de tias en pelotas. 

Cada noche que suena el jodido y madrugador despertador, salgo a la calle y saludo al día. A esas horas tan tempranas la única que está despierta es la luna. 

Cada noche la miro y me replanteo la vida.